jueves, diciembre 13, 2007

La vida continúa

«...When I was a child
I caught a fleeting glimpse
Out of the corner of my eye.
I turned to look but it was gone.
I cannot put my finger on it now.
The child is grown,
The dream is gone.
I have become
Comfortably numb.»
[Roger Waters y David Gilmour: "Comfortably Numb" (versos finales), en "The Wall" de Pink Floyd, 1979... parte de la banda sonora de mi adolescencia.]

No descubro nada si digo que cuantos hemos pasado los cuarenta estamos ciertamente más cerca del arpa que de la guitarra. La ruta del Gran Juego de la Oca tiene muchos casilleros adelantados y cada vez menos trecho por andar. Cada uno de nosotros mira frecuentemente hacia atrás con nostalgia, gratitud o desconcierto, y aprendió a preocuparse no por cuanto de malo haya conseguido que le pase al elegir una alternativa en los cruces de caminos (con una importantísima colaboración de los necios y los jueputas, claro que sí), sino por el tiempo que ha perdido cada vez que resultó haberse dejado inducir a optar, tomando entonces la ruta equivocada. A arrojar los dados y empezar de nuevo estamos largamente acostumbrados, y es lo que haremos en el 2008.

A poco de empezar con esta absurda bitácora recuperé un texto propio ("Crossroads") que era principalmente un post inserto años ha en un foro al que mataron el nihilismo y la masificación del acceso a Internet. Sí: los oficinistas aburridos y los fascistas desconocidos por sí mismos, sobrerrepresentados en la gran muestra sociológica que es esta Red de Redes, son enemigos de la vida en todas sus manifestaciones, y contagiosos para casi todos nosotros. En ese entonces, la máquina del tiempo vino en mi auxilio y, rescatando mis propios engendros de allí, pude iniciar esta aventura. También me ayudé con la memoria de un mensajero que solía usar a altas horas de la noche; curiosos borradores los que empleo, y hay quienes saben que mis comentarios en sus blogs después se hacen entradas aquí. Hoy de aquel foro sólo queda el nombre por un lado, y la página madre por otro: "De mi pueblo" -cito de memoria a Nicanor Parra- "sólo queda un puñado de cenizas". En los años 2003, 2004 y 2005 quien les habla estaba literariamente "on fire", para usar términos basquetbolísticos. Las ideas y palabras me salían de las mangas, como dicen le ocurría a Capablanca con las jugadas de ajedrez. Cuando escribí esos textos creía haber descubierto cómo y con quién juntar las ideas y las cenizas de mi pueblo. Pero era una ilusión más. Lo que regresa a la mente a propósito de la felicidad acaso se esté despidiendo dulcemente de su aparente importancia. El "velo de Maia" del cuarentón es en versión blues: I woke up this morning, feeling round for my shoes...

Puede que sea la costumbre, la familiaridad, pero Internet ha ido perdiendo la magia, si tal cosa existe fuera de la inagotable ingenuidad del ser humano que uno es. Dominado razonablemente el arte básico de internarse a explorar lo desconocido, de encontrar lo universal humano en toda latitud y longitud, la maravilla se vuelve rutinaria y la atención, con la carga de conciencia del tiempo (¿mal?) gastado en la empresa, rumbea para otros horizontes debidamente racionalizados, a veces más banales que los que acostumbrábamos husmear. Adolescente de otros tiempos, joven de los abominables ochenta, hasta hace poco no le pasaba ni bola a mi presencia física: ni al peinado, ni a la ropa, ni a los zapatos. Ahora me acicalo un poco más, pero es sólo una treta para que no me confundan con los que me llevan diez o veinte años. Una triquiñuela más modesta que, pero tan eficaz como, la de la tintura para el pelo que hacía morocha y espléndida la cabellera, de natural castaña habiéndose vuelto canosa, en el cráneo de alguna amiga que estaba más fuerte que tres camiones Scania y así restaurada aparentaba diez años menos que los reales. De ahí que no escriba casi nunca: ¿para qué repetirse una y otra vez? Uno no es Borges ni Hawthorne ni Stevenson, después de todo.

En algunos aspectos, el tiempo presente es de lo mejor. En otros, no. Comoquiera que me sirva hacer memoria sincera, del pasado también vuelven el acné y los profesores dementes de 1976 a 1980, el nihilismo y los laburos de mierda de 1981 a 1994, la espantosa universidad alfonsinista, la destrucción sistemática de la sociedad por Mr. Palíndromo, y otras desgracias varias (esas señoritas de más de 25 que le siguen haciendo caso a su mamá, esos parientes garcas, esos soberbios pelotudos que nos reclaman humildad y no modestia mientras solicitan que nos quedemos a vivir en sus nubes de pedo tóxico, esos supuestos amigos leales, esos accidentes de todas las vidas que son). Me quedo con el presente y lo que esté por venir, aunque - descuento - estaremos frecuentemente mal acompañados en este viaje.

Un día, increíblemente, moriremos. Esto es lamentable porque, aunque nuestra especie pueda ser como conjunto una verdadera porquería, hay personas que merecerían, en rigor de justicia, sucesivas oportunidades con plena conciencia de sus errores, de manera que en cada vida sucesiva les vaya gradualmente mejor. Porque la suerte y el destino previstos por Borges para su Inmortal son demasiado grises, demasiado lineales. Así, las autoridades del Más Allá podrían disponer que un beato recomenzase su uso del tiempo y espacio terrícolas como amnésico "dalit" maltratado en la India anterior al apogeo de los ingleses, reaparecer reducido en calidad de carpintero guaraní en las Misiones jesuíticas del siglo XVIII, y luego de un tiempo devenir cartonero afortunado en el Londres de Dickens y Thackeray (escritor con lindo segundo nombre: Makepeace, mucho mejor que el mío); posteriormente, un salto en el tiempo le concedería descanso hasta que, gracias a su condición de ingeniero normando poseedor de secretos vitales para la industria bélica, le tocaría zafar de la guerra del 14, aprovechando oportunamente parte del stock de máscaras antigas de rezago para el momento de saludar a su suegra (esa vieja desagradable pero millonaria) durante los sucesivos brindis de Navidad de los años veinte del pasado siglo. Renacido el fulano durante los años cuarenta en el arrabal del mundo ((c) Alberto Zum Felde), cual Lautrèamont de signo inverso, descubriría sus milagrosas habilidades futbolísticas en un partido entre Wanderers y Nacional, y lógicamente terminaría abandonando el falso Oriente para cruzar el charco a bordo de un chinchorro con rumbo al Tigre, como Lavalleja pero al revés, y convertirse en goleador de San Lorenzo, único sitio posible para un crack de tamaña dimensión. Y así hasta abarcar una idea de aumento constante e ilimitado mayor que el de cualquier cantidad concebible de perfeccionamiento humano. En síntesis: hay quienes merecen el infinito y no se les otorga como universalidad.

Retomando el hilo de este discurso, iba diciendo que un día, increíblemente, moriremos. La tendencia que se suele observar en ese momento extraño es a esquivar el sufrimiento por empatía. Yo mismo fui sólo una vez a un velorio, y algo aprendí: el muerto, tío de mi entonces novia, era en vida tenido unánimemente por un sinvergüenza, y en mi opinión probablemente lo fuera, pese a lo cual los mismos que lo odiaban comenzaron a elogiarlo a viva voz ni bien llegados al costado del jonca. Y por consiguiente, violando el principio lógico y epistemológico que veda derivar válidamente conclusiones ajustadas a la realidad a partir de un caso único, declaro que, vistos los antecedentes del difunto y considerando cómo su paso al más allá tornó en excesivos elogios y generalizados clamores por su canonización los insultos y rencores que supo largamente cosechar en vida, puede postularse que tanto más rápido pasaremos al olvido cuanto mejores tipos hayamos sido: mi malevolencia intrínseca me permitirá permanecer en la memoria de la turba popular un tiempo más prolongado que Heidi o Súper Hijitus, pero sustancialmente menor que el destinado al recuerdo del protagonista de aquel velorio.

Ignoro qué decidiré con respecto a esta página web que quise matar tres veces, pero, para el caso que finalmente me decida a finiquitarla, supongo correrá el mismo destino de olvido, más temprano que tarde, que cualquiera de quienes nos precedieron en el camino de la vida. Sin embargo, apunto, de algunas páginas ajenas (de algunos momentos de páginas ajenas, más bien, que no tenemos por qué ser profundos o estar inspirados "full time") suelo acordarme cada tanto. Si la memoria es - como la poesía para Celaya - un arma cargada de futuro, según opina el dueño de un blog español que está en el Revuelto Gramajo, de la misma manera que la felicidad, conforme recopilaron Lennon y Mc Cartney, es un arma de fuego caliente, quienes estén vivos, simplemente, disparen. De eso se trata.

Felices fiestas.

lunes, noviembre 05, 2007

Secos y húmedos

En estos pagos hay dos bandos: el de los secos, digamos – haciendo sociología fantástica - que un sesenta o setenta por ciento de la población nacional (en que me cuento: sólo alguna cerveza o vino muy de vez en cuando) y el de los húmedos muy húmedos, o sea algo así como el treinta o cuarenta por ciento restante.

Hasta hace relativamente pocos años, una o dos generaciones atrás, determinado tipo de entusiastas hábitos alcohólicos no estaban demasiado bien vistos por aquí. De hecho, ingestas normales para cualquier almuerzo o reunión de amigos en las Uropas, Estados Unidos o el Caribe todavía pueden ser contempladas en ciertos ámbitos como propias de despreciable bacante.

Se conocen en la actualidad más sommellieres y enólogos, o personas que dicen serlo, que nunca antes en nuestra historia. Jamás pasé de distinguir al vino con cuerpo, uva fermentada, del alcohol etílico con tintura del tipo del celebrado vino de mesa "Soy Cuyano", de feliz memoria en los estrados de los Tribunales de la Injusticia Ordinaria en materia Penal de la Provincia de Buenos Aires. Los duchos en visitar bodegas afirman por su parte ser capaces de distinguir una cepa de otra por los olores, sabores, y no sé cuántas características más. O carezco de toda sutileza sensorial, o mucha gente hoy día abusa del clonazepan u olvida su ingesta y asume conductas progresivamente más raras mientras empieza a imaginar cosas.

También hay un auge de la profesión de preparador de cócteles, y los parroquianos sobreviven a daiquiris, bloodymarys, dry martinis, gin tonics y demás combinaciones líquidas por el estilo. Uno de mis antepasados, por mal nombre "Cinzanito", estaría feliz con este beodo nuevo siglo que se ha perdido beberse. Él consideraba a los “barman” una verdadera raza de superhombres llegada del espacio sideral, pero no porque siguiera por la tele las aventuras del arquitecto David Vincent, asistiera regularmente a las conferencias de Fabio Zerpa o fuera militante posadista, que nada de eso sucedía, sino porque sólo así se explicaba -decía- que el ser humano hubiera finalmente encontrado manera de asociar sin daño fulminante para su salud las acaso dos mayores porquerías líquidas existentes fuera de la orina: el insípido ron y el jarabe gaseoso de Atlanta, Georgia. Suscribo.

Hace poco, acudí a entrevistarme con un colega abogado a un prestigioso bufete del microcentro porteño distante pocas cuadras del cristalino y pasteurizado estuario atlántico y desembocadura del Paraná conocido por los geógrafos como Río de la Plata. Llegado que fui, ascensor mediante, al sexto piso de una mole de más de veinte, en zona bancaria - la denominada "City" capitalina, claro - una contoneante secretaria metida en sentador trajecito chanel me guió hacia una inmensa, bien equipada sala de reuniones, digna de un bunker de transnacional (que eso y no otra cosa es en realidad el «Estudio Jurídico Pirañelli, Garkerson, Juepútez, Sanatelli, Latrocinántez, Infámez & Asociados, Consultores - Lawyers», según pomposamente anuncia el indicador sito en la Planta Baja del prolijo edificio de oficinas).

Tomé asiento: quince sillas de respaldo alto quedaron vacías alrededor de una gran mesa de cedro. Me sentí CEO de La Nada Petroleum Company, mientras era visitado (una vez más, y van...) por la impresión de que los de arriba me suelen tratar demasiado bien. De aspecto más bien nórdico, gringo, aunque con cejas probatorias de la desprestigiosa presencia del Centro de Almaceneros en mi mapa genético, el ambo, la corbata, el nivel de lenguaje, la astuta ambigüedad del silencio o la parquedad expresiva, vaya uno a saber cuáles de estos factores y mezclados en qué proporción, sumados a la necesidad de sentirse entre iguales y no minoritarios que persigue a la conciencia de las denominadas "clases altas" les harán la impresión - que nunca trato de desvanecer, voto a Diógenes de Sínope, Hobbes, Macchiavelli y Don Vito Corleone - de que soy uno de los del palo. Sé, presiento, que ellos preferirían discutir un contrato frente a la Costanera enarbolando un choripan. No aceptaría si tal cosa me propusieran. También sé, damas y caballeros acaso lectores, que ahora mismo están pensando: "este tipo que escribe no tiene abuelita", y por lo tanto ruego no se molesten en hacérmelo notar.

Instalado ya en el que sería ámbito de mi visita, cuál no fue mi sorpresa cuando acto seguido se presentó y cuadró ante mí como recluta en el servicio militar un fulano rubio, grandote y altísimo como Largo, el mayordomo de Homero y Morticia Addams, pero de facciones más regulares y trato no exento del cordial profesionalismo del gastronómico VIP. Largo no venía vestido de Largo, sino disfrazado de camarero de película de Fred Astaire, hasta con esos zapatos acordonados y charolados que en otros tiempos gastaba la aristocracia británica. Bertrand Russell solía calzarlos. Tras presentar imaginarias armas (bandeja y servilleta, en realidad), sin dejar de mantenerse cuadrado, me interpeló:

- "Doctor, ¿qué puedo ofrecerle para amenizar la espera?"

Ni le aclaré al referido ser humano que soy apenas Licenciado: en la Argentina y Uruguay eso es completamente inútil, y la etiqueta profesional inserta en mi programación se da por sentado indica que "si un épsilon nos supone aún más afortunados que cuanto somos, no debemos desalentar su creencia. ¡Pip!" Al igual que ocurre con sus explotadores, digo amos, digo dueños, digo empleadores (conforme LCT, 20.744/1974 y sus modificatorias), conviene mantener ambiguo silencio a fin de abonar la impostura, cargando el significado sobre la mente del interlocutor, y atrayéndonos inmerecida atribución de lustre, autoridad, distinción y talento.

Así nos enseñaron en la gloriosa Facultad de Derecho, donde escupimos sobre la tumba de los semiólogos tras cobrarles pingües honorarios. Añado que cuando yo era pibe, en cierto sitio de la costa atlántica bonaerense primero, en un modesto barrio del sur porteño después, creía que personas como Largo sólo existían en teleteatros y películas, como fruto de la imaginación romántica de incorregibles libretistas (v.g. Alberto Migré, el guionista del "Batman" pop sesentista, y gente por el estilo), porque en mi entorno no se veía nadie como ellas.

Debo reconocer que en esa circunstancia metí la pata, denunciando por acción y omisión mi notoria falta de hábito de moverme dentro de la lógica del estilo de vida cajetilla. Porque sólo atiné a solicitar a Largo, modestamente, un cortado, y lo hice sin la seca voz de mando de quienes epicúreamente se dirigen a sus víctimas para satisfacer su necesidad de tener entre manos un dry martini que nunca honrarán hasta el fin. Mi expresión de preferencias fue de corriente parroquiano de bar de oficinistas. Largo esperaba, imagino, que en tan solemne circunstancia todo un profesional del Derecho ordenara con ademán de falso entendido enotécnico un whisky o una caipiroska, pero no es parte de los usos de la auténtica clase media, la "pequeña burguesía", eterno chivo expiatorio de zurdos y peronistas residentes en la Avenida Alvear, la calle Posadas o los alrededores del Hipódromo de Palermo.

Cuanto más rico el argentino, más probablemente borracho y drogadicto, y psicoanalizado, claro. Se me habrá notado en esa elección que no soy ninguna de las tres cosas, y sí miembro de número del Partido Estoico, un club de eternos aprendices desconfiados de la costumbre del placer fácil. Y Largo sonrió, sabiendo que nada debía temer de mí, del número de la clase colchón. A veces, las pertenencias y alianzas entre clases sociales tienen un camino sumamente misterioso, sugería algún vagoneta y revolucionario profesional (¿habrán trabajado alguna vez los revolucionarios profesionales?) que perturbaba el orden en Europa. Largo también cobra por representar un papel, comprendí. (¡Qué falta nos hace un Aristófanes!, pensé).

Mi anfitrión (tres nombres y dos apellidos, y - of course - también mero Licenciado) se presentó, apareciendo, sonriente y fraternal con el querido colega, al cabo de unos minutos, por otra de las puertas del enorme salón de reuniones, carpeta de seguimiento del asunto judicial en mano, y se pidió, esto es, ordenó secamente, con la envidiable y bien educada naturalidad del profesional usuario de traje de trescientos dólares y zapatos apropiados, un mojito, brebaje cubano célebre por el nombre, pero que casi nadie de entre mis conocidos ha ingerido jamás en horas de trabajo. Largo, profesionalmente, se aprestó a traerlo del bar contiguo a la sala.

Así principió la cordial entrevista entre secos y húmedos del Derecho. Optamos por ocupar asientos casi contiguos sobre un ángulo de la mesa para dieciséis personas; yo en una cabecera, él silla por medio sobre el lateral. De lo contrario, hubiésemos necesitado a Largo o a la secretaria de trajecito chanel (ésto hubiera sido lo preferible, a fin de deleitar con sus andares al público masculino, trayendo el siempre dulce recuerdo de otras Gracias terrenales) para que fuera llevando y trayendo papeles una y otra vez de una punta a la opuesta de la mesa, como en imaginario almuerzo entre el Señor Conde Drácula y Ersébet Báthory. Pero no: desde el enorme ventanal pude ver, muchos metros hacia abajo, las muchedumbres de Buenos Aires en agitado caminar.

Antes de concentrarme en la suerte de nuestras respectivas víctimas vi a los oficinistas que regresaban de almorzar, los repartidores de correspondencia, los veloces delivery de las pizzerías y de los bares, las chicas pulposas en uniforme de entidades bancarias, el quiosco y fotocopiadora con sus encargados atendiendo clientes a ocho manos como si fueran pulpos, el auto oficial del Consulado contiguo, la larga cola de postulantes de aspecto resignado que presentaron sus respectivos curriculum en la agencia de empleo de la esquina, el cartel electrónico de la casa de cambio con la cotización de las principales monedas extranjeras, el carrito de descarga del camión proveedor apoyado en la puerta de la librería de mitad de cuadra, los conductores histéricos meta bocina, los cobradores con sus portafolios gastados, los primeros heladeros de la temporada, los camiones blindados de caudales, el agente de la Federal con pechera naranja, y ¡los vendedores de cubanitos! Mi distinguido colega sin su costoso ambo bien podría pasar por humilde vendedor de cubanitos... En esto, volví al denominado Universo o Realidad, a la parcela de mi entorno inmediato de intereses. Me llamaba el deber: somos todos (¿todos?) hijos del imperativo categórico. Y de nuestros pudorosos padres.

C'est la vie. Como decía el gran Pepe Biondi: soy un buen muchacho... lástima que sea tan canalla. La suerte, nuevamente, está echada. Siempre estamos solos. Me bebí el cortado, y también el vaso de agua que lo acompañaba. El mojito quedó sobre la mesa de cedro, a medio consumir. No podía ser de otra manera. La diferencia entre la necesidad y el lujo termina materializándose en toda ocasión.

Hasta pronto.

N.B. Ya que estamos, dejo una intuición ajena de cómo se pueden ver estas cosas desde más abajo:

Cuando dejaba una frontera de neblinas
detrás de un cielo y de un riachuelo de humo gris,
la vez primera que cruzaba Puente Alsina,
Pompeya para Diego era París.
Se persignó frente a la iglesia desteñida.
Allá en Fiorito conocía otro país,
donde hay más huérfanos que platos de comida.
Pompeya para Diego era París.
Después vino el insulto, la elegía,
la cruz donde mostró su cicatriz,
la gloria del suburbio, la osadía
y el gesto de su hora más feliz.
Pero antes vio un país desconocido:
el Sur, "que está de olvido, siempre gris..."
Acaso cueste ser un elegido
y ver al arrabal como París.
Será tal vez que ese momento fue un destello
y comprendió mejor que nadie a este país;
este país que sueña siempre un rey plebeyo.
Pompeya para Diego era París.
O acaso fue que contempló un mundo perplejo
que no existía en su niñez de barrio gris,
o vio un espejo, menos pobre, menos viejo...
Pompeya para Diego era París.
['Pompeya para Diego era París'; Tango, de Javier González (m) y Alejandro Szwarcman (l)]

martes, octubre 02, 2007

Sermón laico acerca de las ventajas de ser un López

Necesitaba, queridos hermanos, ratificar mi pertinente inclusión en ciertos listados de profesionales emitidos por determinado ente de derecho público no estatal. Apelando a la guía de nuestro milagroso pastor San Google, Patrono de los peregrinos en la Red de Redes, decidí efectuar una búsqueda por la Vía Láctea firefoxea. Inserté, entonces, en el formulario ad hoc los seis signos del abecedario (tres consonantes y tres vocales) que componen mi apellido, del todo inapropiado -aclaro- para la libranza impune de órdenes de pago bancarias sin oportuna provisión de fondos. Rocié el monitor con agua bendita virtual, oprimí materialmente la tecla "enter", y aguardé, confiado en Dios y la Autoridad de Aplicación temporal, rogando por la intercesión del beato Henry David Thoreau, Protector del Contribuyente Antibelicista, los resultados del proceso.

Habiendo omitido, sin embargo, restringir mi busca a "sitios de Argentina", no sólo no encontré prontamente el archivo que necesitaba sino que mi cicerone binario sugirió como primera instancia de consulta una página de genealogía íntegramente compuesta en gallegoportugués, en realidad en la jerigonza pomposamente denominada "regeneracionista", que las autoridades políticas, indudablemente inspiradas por Belcebú y bajo el influjo permanente de la mescalina, creen constituye el referido idioma. Esta variante psicodélica de la lengua de Pondal resulta tan parecida a nuestro cagaste llano que hasta una renombrada erudita con el elevado cociente intelectual y conocimientos filológicos de la Licenciada Karina Olga Jellinek, a quien Dios guarde muchos años, comprendería a la primera lectura cuanto allí se dice. Para muestra basta un botón: accedí al portal enlazado en los resultados de la búsqueda a través de una sección intitulada "Apelidos de Galicia" (y no "Galiza", que es como se llama Galicia en galego).

No deja de sorprenderme haber descubierto ab initio, además del significado vegetal que ya conocía y alguna alocada compañera de Facultad encontraba "erótico" allá por los ochenta (y de la ausencia de la acepción muy distinta que le dan los brasileros), la circunstancia de ser mi apellido topónimo de una fraga, un bosque, un espacio verde. Tras imponerme del paso de objeto erótico a hábitat ecológico, la página de marras informaba la presencia en nómina telefónica de personas con mi apellido bajo el título "Distribución no País Galego", horrible manera de seguir sin llamar a las cosas por su nombre. Imagino la indignación en Tartagal, Cerrillos o San Ramón de la Nueva Orán si a Salta le dijéramos "País Salteño"; es indudable para cualquier ser humano dotado de mínima racionalidad geopolítica que será "Galiza", y no la Rutenia Subcarpática, los Dardanelos o el Tawantisuyu, el único "país galego" posible, del mismo modo que perogrullescamente sabemos de toda la vida que si la Argentina está en guerra Corrientes la va a ayudar.

El culpable (siendo su segundo apellido López) de que yo no pueda librar cheques sin fondos decía siempre que estos pintorescos episodios de nominalismo político barroco se deben a que ocurren en "un país lleno de gallegos, nada sensato puedes esperar de ellos". Hasta Internet le da, post mortem, la razón al abuelo. Bueno, en el "País Gallego", anteriormente conocido durante siglos como "Galicia", la guía indica que el grueso de la familia (nueve abonados) permanece resistiendo heroicamente a Telefónica, naranjero en mano y bandera albiceleste en ristre, en su solariega fortaleza románica de Lemos, y asimismo, salmodiando en alta voz el "Conxuro" y armadas hasta los dientes, hay delegaciones culturales ocupando estratégicas cabezas de puente en Coruña (tres abonados) y Pontevedra (dos), continuando a salvo de las expansivas hordas monfortinas solamente Ourense, que ya bastante castigo tiene -se dice- con los Alfonsín.

Los eruditos de la página de marras informan: "Apellido originario de la provincia de Lugo, en la actualidad el mayor numero de personas con este apellido” (sic) “se concentra en los municipios de Pantón, Monforte y Saviñao"... "En España hay un total de 81 personas con este primer apellido y 67 con este segundo apellido: Lugo (28), Madrid (12), Coruña (11), Vizcaya (7), Barcelona y Pontevedra (6)". El Lebensraum Galego, o sea la mitad oriental del "País galego" que viene a ser la mitad occidental del "País asturiano" (supongo así llamarán ahora los españoles en su neolingua post constitucional a Asturias), no habría resultado damnificado por semejante emigración. Si a los peninsulares hacemos adición de los argentinos, venezolanos y brasileños que usamos la marca de referencia, andaremos en el mundo alrededor de los doscientos imposibilitados de librar talones bancarios carentes de respaldo financiero alguno sin riesgo de atraer a la Policía.

Uno de los doce de Madrid era otro argentino, con cargo ejecutivo en una empresa de aeronavegación, y trabajaba en Barajas (alguna vez deberían sincerarse y ponerle "Aeropuerto Internacional Heraclio Fournier"). Allí, hace unos años , fue sorprendido con las manos en la masa, para el caso una valija con un bruto contrabando de estupefacientes... Aunque me enteré recién en ese instante, gracias a la tele, de mi parentesco con tan poco recomendable individuo, ya me imaginaba en futuros problemas con los simpáticos y nada xenófobos funcionarios de Migraciones íberos, que a la vista de mi pasaporte azul del MERCOSUR comprobarían la portación del desprestigioso apellido.

Previo revoleo imaginario del botafumeiro, debo concluir este sermón con su correspondiente moraleja. Si la futura madre de sus hijos se llama López, ni lo dude, caballero: la marca "López", la más hispánica de todas, denominación de origen donde las haya, inmunizará a sus herederos contra las consecuencias de todo delito, propio y ajeno. Y de paso, fundado lícitamente en la ley del nombre, tendrá una nueva excusa para no casarse, ni reconocer descendencia excepto cuando una prueba de ADN lo acorrale, evitando así estropear su magnífica foja de servicios y el futuro de su prole desde la misma inscripción de los nacimientos. Siempre, voto a Laurence Sterne, podrá uno alegar que si los nombres elegidos para los niños tienen relación con su destino, los apellidos aún más, y los sinvergüenzas indudablemente deben ser López, pero otros López. Eso sí: a menos que se opte por bautizar a la criatura con un nombre de pila del todo inconveniente para la libranza de cheques sin fondos, atentando así contra su futura idoneidad como sujeto activo de operaciones bancarias (v.g.: «Ecuménico López»), no le será nada sencillo, por suerte para él, encontrarse entre tanto tocayo en nóminas y padrones electorales.

A todo esto, ¿de dónde habrán salido tantos López descaradamente patronímicos cuando entre nosotros y nuestros antepasados no se conoce ni un solo Lope? Indudablemente –dicen fuentes bien informadas- de la ventaja que los delincuentes económicos y financieros encuentran en ocultar sus habituales delitos sirviéndose de idéntico patronímico falso. Una clásica campaña de manipulación de la opinión pública internacional, hábilmente orquestada desde la prensa y los medios universitarios y políticos, cuya meta es la dilución de toda responsabilidad en significantes vacíos. Tan elevado es el número de cuantos deshonestamente han optado por ser un López, eligiendo ex professo ese apellido para generar multitud y fungibilidad de sus portadores, a la vez que poder identificarse entre sí como miembros del hampa, que los que entre ellos cuentan con medios suficientes para hacerlo han tomado concertadamente la precaución de contratar a precio de oro a historiadores, periodistas de investigación, archiveros, sociólogos, ingenieros en sistemas y genealogistas para fingir, disponiendo probanzas adulteradas, una fraudulenta historia del apellido López. Piedra angular de tan audaz ucronía vienen a ser ficticios protagonistas del pasado cuya existencia demostraría la falacia de nuestra aseveración inicial en este párrafo, que hoy los entendidos desprecian por considerarla fruto de carencia de rigor metodológico.

Así, partiendo de una idea atribuida a Nostradamus según la cual “el mejor escondite es el que está a la vista”, tales "expertos" han conspirado eficazmente para fraguar un linaje adecuado, haciendo posible, mediante la introducción de sutiles falsificaciones en repositorios documentales de todo el mundo, que personas de buena fe verifiquen de un modo u otro, y sin mayor contradicción entre fuentes, la supuesta existencia de una vasta serie de personajes como por ejemplo Lope de Rueda, Lope de Vega, Lope de Aguirre, Estanislao López, Carlos Antonio y Francisco Solano López, Cándido López, el luthier López Puccio o hasta López Rega. El siniestro plan incluye, para mejor embaucar a la población ignara aprovechando el auge mediático del balompié, el "Prototipo Pedvncvlvs Academicorvm". Astutos hombres de ciencia cordobeses, camuflados en lo cotidiano bajo el aspecto de músicos y cantante de un conocido cuarteto característico, son en realidad parte de la conspiración, actuando a las órdenes de Wolfgang Gottfried López Urwüchsigkeiter, pedagogo musical y científico loco hispanoalemán prófugo de la Justicia y el Mozarteum de su ciudad natal (al que adeudaría varias cuotas), refugiado entre los alambiques de una cervecería artesanal de Villa General Belgrano.

El grupo, sirviéndose de numerosas capturas en video de la imagen tridimensional de un homúnculo encargado del delivery de la pizzería “El Cacho”, sita en la ciudad mediterránea de Río Tercero, y de un complejo equipo de proyección de imágenes virtuales sólidas, ha conseguido simular exitosamente la existencia de un futbolista mítico cuyo doppelgänger, bautizado, no podía ser de otra manera, López, lleva más de una década en activo y si no convierte más goles es porque, de resultas de una serie de algoritmos defectuosos que empecen el libre tránsito de datos dentro del sistema informático, sigue corriendo más de prisa que la pelota que él mismo simula patear, generando a sus directorios de comando conflictos irresolubles y en el mundo real auténticas paradojas de balística.

Sépanlo: no hay López genuinos. Los López son, todos y cada uno, un Golem, un engranaje monstruoso, un autómata fuera de control integrante de la conspiración sinárquica diseñada por un genetista dipsómano a fin de apoderarse de todas y cada una de las páginas de las guías telefónicas del mundo entero desde el amparo de las sierras de Córdoba. Se los juro por el culo de la tal Jennifer López, que tambíén, queridísimos hermanos -afirman ciertos difamadores, que nunca faltan- sería falso: pura silicona.

La Gloria sea con aquel que paga, en calidad de titular del servicio, con tarjetas de crédito y cheques a nombre de un tal Señor López. El Registro de Antecedentes Penales lo libre de toda constancia en sus archivos, los organismos de Papá Estado le doten de empleo con estabilidad propia, y el Banco Central y la Bolsa de Comercio le otorguen vida eterna. Ellos lo salven siempre, especialmente de otros López que puedan cruzársele por ahí. Amén.

martes, agosto 14, 2007

2007, A Cyber Space Odyssey.

"San Agustín -hombre que invoco adrede para fortalecer la opinión de quienes me juzgan agusanado de antiguallas- escribió una vez que, en el discurso, habíamos de apreciar la verdad y no las palabras: In verbis verum amare non verba. Conjeturando que una verdad sin palabras, quiero decir un pensamiento sin enunciación, es un antojo asaz difícil, quizá convenga más parafrasear lo antedicho y apuntar prolijamente que en el discurso no hemos de consentir vocablos horros de contenido sustancial. Basta hojear un poema rubenista para convencerse que existen esas palabras fantásticas, más enclenques que una neblina y gariteras como naipe raspado." [Jorge Luis Borges: "Ejecución de tres palabras", en "Inquisiciones" (1925); Alianza Editorial, Madrid, 1998; pág. 167.]

Leemos, o releemos, en busca de palabras precisas y nunca ajadas en partidas de truco, a algunos buenos narradores argentinos de los años sesenta y setenta, inmediatamente antes de la hecatombe, una sucesión de hechos bochornosos que las mentes menos obtusas vieron venir y, efectivamente, se desató en aquel empetrolado año de 1973. Por ejemplo, acudimos a textos de Germán Rozenmacher, fallecido en 1971, y descubrimos o redescubrimos: "Cochecitos", "Los ojos del tigre", "Esta hueya la bailan los radicales" y el magnífico "El gallo blanco". El político, el sargento y el pulpero de este último cuento no se olvidan fácilmente, y con un poco de buena fe y mala suerte podrían ser ucronía de personas que hemos conocido.

En esas narraciones creímos encontrar ratificada nuestra antigua sospecha, generada en que por entonces éramos niños - y suspendida merced a la engañosa esperanza de los ingenuos - acerca de la total conciencia de parte de algunos protagonistas de esa época, no importa su lugar, respecto de lo que estaban haciendo, y de las que supieron o debieron razonablemente saber serían las consecuencias necesarias, desgraciadamente concebibles, por posibles y altamente probables, de sus actos propios. Consecuencias anticipadas en el imaginario desde los años cincuenta y sesenta (acúdase a comprobarlo en cualquier hemeroteca o librería de viejo o, más simplemente, a navegar sitios como por ejemplo "Mágicas ruinas"). Actos propios de los que casi ningún superviviente, de los buenos ni de los malos, se hizo cargo. Aclaro, por las dudas, total los aludidos tienen sesenta o más y yo soy, por unos meses más, un juvenil sub 45: no califico a nadie, ellos solos lo han hecho y en eso continúan, sin ponerse nunca de acuerdo respecto de cuáles serán unos y otros. Cuando yo tenía veinte, decían de sí mismos que eran unos fenómenos, mientras el suscripto lo ponía seriamente en duda; veinticuatro años más tarde, seguimos en la misma situación. Sospecho que a las nuevas generaciones, muy ocupadas en vivir mirando al futuro, como corresponde, no les importará demasiado la calificación que los tipos se pongan y se habrán ido formando, mal o bien, sus propias opiniones al respecto, que continuarán ajustando con el paso de los años.

Hay un presente, en las calles y los campos, lleno de paradojas temporales, juegos de palabras, "significantes vacíos" (expresión de moda en política; no problemas sino enigmas, como las tres palabras oportunamente ejecutadas por Borges en 1925), nieve en Buenos Aires, vida caótica y aventurera en el marco de instituciones caducas a cargo de solemnes aficionados. Los libretistas de la Nación, ejerciendo de vates, han cumplido con creces, y lo cotidiano de carne, hueso y piedra imita a lo ultramoderno cotidiano virtual. Lönnrot, Irene, Juan Salvo o Pepe Sánchez, entre otros, pueden descubrirse oportunamente encarnados por esas calles de Dios. Recuerdo decía el joven Georgie, en algún otro de sus libros de ensayos, casi seguramente "Discusión" (edición príncipe de 1932 por Gleizer, "el último de los editores románticos"), que el propósito de la literatura de ficción no es la recreación intelectual del lector sino la emocional, y quien se escudare en la hipertrofia de la razón para negarse a la identificación con una emoción bien transmitida con palabras será inexorablemente un mal lector, al menos de ese escriba narrador o poeta. Espero no estar inventando lo que acabo de poner en la prestigiosa boca de otro; al fin y al cabo soy también, aunque en grado más modesto, un sinvergüenza y agusanado lector de antiguallas...

Cada tanto nosotros, lectores, salimos de nuestra amada burbuja de papel y tinta. Radica en ello nuestro usual desinterés por la sutil inteligencia de ajedrecista que como majestuoso pato criollo demuestran a cada paso otros excelsos ejemplares de la especie humana a la hora de tomar decisiones para impedir la inercia histórica. Y por eso en estos días hemos vuelto a mirar con mayor atención lo que pasa en la calle. La calle de hoy está decididamente peor, para la gente y por la gente, que la de hace unos pocos meses atrás. No sólo por las baldosas flojas, que, en todo caso, serán susceptibles de la acción reparadora de expertas cuadrillas de albañiles. Encima de las baldosas, cuando yo era pibe, era raro que durmieran personas. Si hasta era raro que, con la excepción de grupitos de gatos callejeros, durmieran mascotas...

¿No future? Tal vez sea que el futuro llegó, hace rato; que lo sospechábamos desde hace un cuarto de siglo y no le habíamos dado suficiente entidad, no tanto racional cuanto emotiva, como para estar convencidos del cada día más diminuto tamaño de la esperanza. Las noches de frío es mejor ni nacer, las de calor se escoge matar o morir, y así nos hacemos argentinos... Cada cual pone a sus aventuras la banda de sonido que estima apropiada. A veces no es la que más nos gusta para soñar y reposar, sino la que podemos asociar emotivamente a nuestras percepciones.

En ejercicio de un arraigado hábito de cortesía, me despido saludando a ustedes con distinguida consideración. Y aquí viene el duro reverso, la lección de preceptiva, en lo que creo recordar decía, allá a lo lejos, Borges, y a su manera también enunciara el demente Wittgenstein: si al exponer una situación en esta ficción disfrazada de opinión generé recreación intelectual, pero no emotiva, si el contenido sustancial cae derrotado ante la eufonía y la consiguiente hipnosis lúdica de los enigmas verbales, juegos pseudoracionales buenos lo mismo para un barrido que para un fregado, entonces mi texto es malo, y nuestro tiempo se ha perdido. Lo que en buen cristiano se dice haber trabajado, uno y otros, decididamente al cuete; aunque los "posmodernos" y demás sectas intelectuales del último medio siglo hayan elevado semejante inhabilidad al rango de virtud y teleología.

jueves, julio 26, 2007

Arrieros en la niebla

"La cuenta regresiva se apagó al momento y tan sólo se escuchó en el estadio el débil chasquido del césped al ser doblegado por el leve peso de la pelota en su marcha hacia la línea de sentencia." [Roberto Fontanarrosa: "El área 18"; Buenos Aires, Pomaire, 1982; página 251.]

Corren tiempos pésimos para la poesía, la prosa poética, la épica, los narradores directos pero elegantes y -sobre todo- los lectores agradecidos. Los vientos son favorables, en cambio, entre otros géneros detestables de boludos barrocos, para defraudadores intelectuales con pose de científicos, malos periodistas metidos a literatos (cuando no a periodistas, alcanzando así el nivel propio de su natural incompetencia) y entrenadores de fútbol haraganes y guitarreros. Un delincuente cualquiera hoy puede creerse héroe y enseñar, orgulloso, el oficio a sus hijos, mientras el vigilante de la esquina -acaso, su cuñado- hace la vista gorda en un acto que no quisiéramos creer manifiesta el inevitable, ritual beneplácito de la fuerza pública con los malhechores. Los autoritarios más flojos de sesera, de ambos sexos, fingen, imagen y diseño y RRPP mediante, ser cultísimos amantes de las libertades de los modernos, y entendidos en los vericuetos de la psicología y sociología. Y así por el estilo. Esta parece ser de las peores épocas posibles para la buena gente y las personas sinceras, lo que es mucho si tenemos en cuenta la avasallante evidencia de los méritos que otro momento histórico cualquiera ha hecho para merecer también semejante rótulo.

Quedan vestigios de décadas idas, en que los seres humanos no necesitaban salir por televisión o tener un portal de Internet para existir. Tiempos en que en vez de imitar malamente la sociabilidad con mensajeros electrónicos se hacían amigos o se levantaban minas en la calle, los cafés, las reuniones sociales, y hasta los estadios de fútbol. En que se empleaba apropiadamente la lengua en sus distintos niveles, se escribían misivas a manuela con letra más o menos legible, se corregían los horrores gramaticales y combatían las muletillas. Tales ecos del pasado reciente están constituidos por unas cuantas personas y muchos, cada vez más, en mérito a lo perecedero de los seres vivos, testimonios históricos. Quienes vinimos después que los felices ejemplos estamos cada día en mayor riesgo de sentirnos solos e inútiles. Días atrás, una referencia de la alegría, una prueba viviente de la posibilidad de plenitud del ser humano pasó al estado documental, a testimonio de una era que se muere, y en tal carácter será oportunamente compulsado en bibliotecas y hemerotecas por los investigadores del futuro y desfigurado por la heurística, algunas veces por negligencia o error, y otras por conveniencia.

Se jugaba la semana pasada en Canadá un partido de fútbol sub 20 entre el seleccionado de la AFA y el equipo juvenil de la Agencia de Exhibiciones de Capoeira y Llorones para Entierros "La Rojita" (una ONG chilena que ejerció indignamente la representación balompedística trasandina). Mientras miraba por televisión cómo los nuestros intentaban jugar el partido y los contrarios, asustadísimos ante la oportunidad del éxito, procuraban salir a toda costa como víctimas de una eficaz conjura del resto del orbe para impedir que alguna vez ganen algo, el relator -o tal vez fuera el comentarista- hizo mención al fallecimiento de Roberto Fontanarrosa, un hincha de fútbol rosarino que dibujaba historietas, hizo muchos guiones de Les Luthiers e incursionó en los dominios de la literatura. El partido entre juveniles, en el que no se hizo extrañar la presencia de algún rudo al mejor estilo del uruguayo Wilmar Everton Cardaña, parecía por momentos guionado ciertamente por Fontanarrosa, que nunca supe si era o no pariente de Rodolfo, jurista especializado en derecho comercial (como Vicente Aleixandre, pero sin dotes poéticas, que uno sepa) y asimismo rosarino.

Aunque todos lo conocimos a partir de su labor como dibujante y guionista de historietas, que mantuvo mientras la salud se lo permitió, pues se había agarrado en sus últimos años una simpática esclerosis lateral amiotrófica, el rosarino era por sobre todas las cosas un excelente narrador, rico en recursos literarios, que fue en sus principios reiteradamente traicionado por los tipógrafos. Éstos cometían horrores ortográficos en las ediciones de Pomaire mucho antes que se inventaran los analfabetos en serie con título secundario que hoy hacen el 'script' en los programas de la tele o redactan "papers" en las Universidades, esto es, verdaderos personajes dignos de figurar en las tiras de Boogie e Inodoro. Acaso exagere, pero debe ser el escritor argentino que mejor ha ironizado con respecto al lenguaje de los medios de comunicación y la manera en que 'se le pegan' su vocabulario y mentalidad al receptor. Me refiero específicamente a los giros propios de relatores de fútbol, creativos publicitarios, periodistas, políticos patrioteros, ideólogos lunáticos, etc., combinados estrafalaria pero solemnemente con nociones vulgarizadas del pensamiento filosófico, científico o artístico. Se lo cita hasta ahora más por su ingenio y pasión futbolera que por lo que realmente importa y le será reconocido en el futuro: su buen uso de la lengua y el acerado filo de su ácido discurso.

En mérito a que esta bitácora trata principalmente de la augusta persona de su autor, suscripto, procedo a dejar constancia de que mi primer conocimiento de la obra artística de Fontanarrosa fue a los nueve años, en 1972, gran año, en cuanto de fútbol argentino se trata. Llegaba a mi casa, enviada por algunos parientes cordobeses, una voluminosa revista llamada "Hortensia", en la que se publicaban, entre otros delirios, un par de historietas de su autoría: "Boogie, el aceitoso", protagonizada por un típico matón a sueldo del cine norteamericano, e "Inodoro Pereyra, el Renegáu", historia casi de realismo mágico, calificada por la revista como "poema telúrico". Y la que me llamó poderosamente la atención fue esta última tira, protagonizada por quienes Borges hubiera calificado de "hombres de antigua fe de la llanura abierta, elemental, casi secreta", prescindiendo del detalle de que Mendieta se presentara al lector en forma de perro.

En ese número de la publicación mediterránea, Inodoro y el Mendieta iban arreando desde La Pampa hacia Santa Fe, al mejor estilo de la serie de cowboys "Cuero Crudo", pero con inequívoca épica de nuestra tierra suramericana, no pesados cuadrúpedos sino escurridiza tropilla de quinientas gallinas batarazas, a la voz de "¡Poyo!, ¡poyo!, ¡poyo!..." Ya los aguardaba, creo, en el rancho, la Eulogia, que no era por entonces una china gorda y poco agraciada, como se tornaría luego. En el curso de los años fueron apareciendo en la tira el chancho Nabucodonosor II (sospecho que secretamente auspiciado por Paladini), los ranqueles del Cacique Lloriqueo, los Loros (esa Esfinge colectiva), y todo género de personajes bizarros mucho más relacionados con la filosofía y la historia de la cultura de cuanto algunos intelectuales estarían dispuestos a admitir.

Imagino, sintiéndome un poco Swedenborg, Schwob o Dick por un rato, que si Fontanarrosa, con su aspecto de clérigo mal alimentado de tiempos anteriores al alumbrado eléctrico, llegaba a nacer en el siglo XVIII, muy probablemente le hubiera tocado en suerte, en el reparto de vidas de los agentes administrativos de la Providencia, hacerse cargo del personaje de Laurence Sterne. Si usted nunca leyó una biografía rigurosa del Libertador Gral. San Martín, y por lo tanto ignora quién era su escritor preferido, lo invito a pinchar en el enlace "Laurence Sterne in Cyberspace" de la sección "Revuelto Gramajo" de este mismo blog, y verá lo que es bueno. Dice la leyenda que el fútbol suramericano ha tomado el estilo escocés, y que escoceses eran en su mayoría los fundadores de Rosario Central y de sus queridos primos, así que es un destino ucrónico coherente para un argentino de leyenda. Pero lo cierto, vista la índole de las más famosas criaturas del Fontanarrosa historietista que ha pisado concretamente la Tierra, es que acaso los referidos tecnoburócratas de la Eternidad pusieran a este señor en Santa Fe en la segunda mitad del siglo XX para que continuara, un poco a lo García Márquez, otro tanto a lo Bustos Domecq, a sujetos traviesos y valientes como el oriental Bartolomé Hidalgo, el porteño Estanislao del Campo o el cordobés (de Bell Ville, como el Guaso Kempes) Hilario Ascasubi. Acaso también para dar el toque de sana ironía a esos ilustradores del Martín Fierro como por ejemplo Mario Zavattaro, y - sobre todo - a paisanos de historieta como Cabo Savino o Martín Toro (versiones criollas del Sargento Kirk, con Tadeo Isidoro Cruz en la mente). O aumentársela a los trabajos de Molina Campos.

Nunca he sabido explicar por qué razón, Pereyra y el Mendieta, que no necesitaron ningún Tadeo Isidoro Cruz que los ayudara a zafar de los verdaderamente malos, vagando, absurdos, inocentes y heroicos, por el campo, desfaziendo tuertos, filosofando acerca del posible o probable sentido de la existencia, poniéndole el pecho a la vida y haciéndose cargo del ridículo, siempre me han recordado a Don Quijote y Sancho. Y a partir de cierto momento de mi vida como lector ya no pude ver el dibujo del lobizónico ladero de don Inodoro sin evocar también al perrito Orfeo, de la novela "Niebla" de Miguel de Unamuno.

Como ya sabrán, y si no lo saben se enteran ahora, este blog está descaradamente de parte de los cínicos. Y de los perros. Yendo al campo de la especialidad de Fontanarrosa, aunque no se trate de un canis familiaris propiamente dicho (tampoco lo es Mendieta, lobizón al que tocó en mala suerte emperrarse durante un eclipse), no puedo sino estar a favor del Compañero Willy Coyote, esa estrella libertaria del comic, y completamente en contra del reaccionario Correcaminos. Los perros son largamente mejores que los seres humanos. Se me objetará, acaso, usando un endeble argumento dolinesco, que la estructura mental de un perro no da para mucho más que la fidelidad y el estoicismo, a lo que responderé, ciertamente, que porque estamos mejor dotados para dirigir racionalmente nuestros actos y evaluar sus consecuencias es que tenemos menos excusas que un perro para ser desagradecidos e injustos. Por otros motivos, que expone, este diario mexicano se manifiesta un tanto de acuerdo conmigo. Léanlo, antes que el periódico actualice la página y se pierda acaso el buen texto. Desde la voluble eternidad del recuerdo, el Negro Fontanarrosa seguirá logrando hacernos pensar... cuando consigamos parar de reírnos: rara virtud, la de no permitir que el receptor del mensaje piense mientras se está cagando de risa. Un éxito lo suyo, don Roberto. Nadie como usted en la Patria.

Añado, tarde pero seguro, un enlace que me ha sido remitido después de una lectura de la publicación original de la entrada: discurso del Negro, años atrás, alegando a favor de una amnistía para las malas palabras, en el Congreso de la Lengua desarrollado en Rosario.

"...soy un hombre. He tenido que sufrir mucho para comprenderlo. Pero ahora sé que no estoy solo. En cada barrio, en cada rincón de la ciudad enorme, en todas partes donde se sufre y se comprende, hay hombres como yo. Y entonces no importa que haya lobos que quieran comprar la sangre y se apoderan de la alegría y la felicidad del hombre. Yo he luchado. He probado mis fuerzas y estoy seguro. Eso... no muere..." [Agustín Cuzzani: "El centroforward murió al amanecer"; Buenos Aires, Cántaro, 2000; página 85.]

lunes, junio 11, 2007

La insignia (o "El 99º aniversario")

"Al cabo de un largo monólogo, el Míster Peregrino Fernández recordó sin pizca de arrepentimiento que más de una vez había puesto doce jugadores en la cancha sin que nadie se diera cuenta."
[Osvaldo Soriano: 'Nostalgias', en "Piratas, fantasmas y dinosaurios", Grupo Editorial Norma; Bogotá-Buenos Aires, 1996; página 263.]



Se juega un partido de fútbol. Hay valores y honores en riesgo: la identificación con una identidad colectiva, el esfuerzo por amor al juego mismo, el respeto a los compañeros, la dignidad personal. Y la vida privada del futbolista y del hincha. Se defienden, como en el arte, una praxis, una ética y una estética, y cada escuadra debe saber exactamente a qué juega, y comprender, aunque no comparta sus principios, a qué juega el rival, y por qué. El deporte de equipo concebido de esa manera enseña a enfrentarse con otras mentalidades, a 'poner huevos' (en argentino básico: 'superar el miedo a tomar riesgos'), y a perder. También, a compartir los triunfos y hacerse responsable de aquellas derrotas que no resulten ser causadas por la simple y sana superioridad del circunstancial adversario, en cuyo caso se tratará de asimilar la enseñanza para jugar mejor.

Permanentemente se está, según sean las alternativas del juego, entre el cielo y el infierno, y se depende no sólo del esfuerzo inteligente sino -además- del azar: se ganan y empatan partidos que se pudieron haber perdido, y se cae derrotado o se hace tablas en aquellos que el 'mereciómetro', artificio de mensura no contemplado por el Reglamento de la FIFA, indica que se ha sido netamente superior al rival. Por eso, los grandes deportistas, como los grandes tahúres, siempre son tipos que saben por qué están jugando, y apuestan a los plazos largos de la sabiduría oportunista y del esfuerzo entusiasta, aunque para llegar a ganar cuando menos se lo esperan antes tengan que perder mil veces las ilusiones propias y ajenas por el camino.

Supongo que soy de San Lorenzo porque desde muy chico me llevaba bien con lecturas y dibujos animados sobre piratas y superhéroes bizarros que hacían suyas todas las empresas posibles pero altamente improbables, y encima, cada tanto, ganaban. No es absurdo, por lo tanto, confundir al lateral derecho de nuestro equipo favorito con el Súper Agente 86, con Sandokan o con Philip Marlowe. ¿Por qué no? En el mundillo de causas perdidas, cada feligrés tiene su Iglesia; ser del Ciclón es la mía. Era un acto de fe el solo hecho de ir a ver un partido en esa gradería de dobles tablones desvencijados cuya capacidad andaría por los cincuenta mil espectadores, torres de iluminación modelo 1937 y mástil dentro del terreno de juego, una platea perimetral en forma de C (desde la que no se veía un carajo, pero estaba siempre llena), y anchos pasillos de baldosas dibujadas multicolores, típicas de las primeras décadas del siglo XX, acaso puestas en 1914 o poco después, con los puestos de panchos y pizza de cancha encima, junto a los alambres de la platea antedicha. Una porquería sublime, viera usted. De ese primer alambre, el del lado de adentro, el que daba a los pasillos, ataban en la cabecera local los de la barra un extremo de las banderas, que subían hasta el cielo de Boedo para sujetarse por la otra punta en los parapetos de la cabecera, rematando ese paisaje kitsch.

Uno pasaba bajo las tiras de tela azulgrana, tras sortear a los controles en los molinetes, volvía la cara y tomaba rumbo a su sitio preferido: en esa popular local, dando espaldas a la Avenida La Plata, había ubicaciones tradicionales según el temperamento y la audacia de cada cual. Así, el codo que conectaba con la platea "Bodas de Oro", comenzando un lateral más bajito que las otras tres tribunas, de espaldas a la sede del club, que todavía está, era ocupado por gente impetuosa y gritona, con mayoría de socios de cancha menores de cuarenta años de edad. Inmediatamente al lado de los bullangueros insultadores, la pesada, reja de por medio, cara de pocos amigos, y bandera larga por encima. Junto a esta, otro sector de gente 'under 40', y desde el otro codo, más alto, que completaba la popu hasta conectar con la oficial (ésta era algo así como la actual Norte del Bidegaín, pero menos poblada de asociados amargos) se situaban los niños con sus padres, tíos o abuelos más tranquis mezclados con vejestorios quejosos que pretendían que delanteros de dieciocho años con tres partidos en primera jugaran como ellos juraban lo habían hecho Lángara, Pontoni o Picot. Una vez, con un impresionante disparo de media cancha lanzado desde las cercanías de la línea de toque, a la altura del mástil hacia el arco de Avenida La Plata, el Negro Chazarreta empató el superclásico contra la no-entidad del aerostato, del inefable tovarich Menotti, del presidente de AFA Dr. Bracuto y por supuesto del referí temeroso del quemero plenipotenciario presidente de AFA, y que por eso, sin duda, nos había anulado dos tantos legítimos. Esa tarde, uno de estos fastidiosos ancianos tuvo el honor de morirse de un infarto ipso facto, mientras ese golazo evitaba la victoria artificial de la Sociedad de Fomento de Parque de los Patricios.

El ingenio popular sanlorencista debe en realidad muy poco a los "barras" del Ciclón, que casi nunca han cumplido con las prestaciones esenciales del matón de estadio. Muchas veces los pesuquis llegaban tarde, o se dejaban afanar las banderas, o no las traían, y -lo que es peor- no gritaban. Así que para motivarlos y recordarles su deber como orfeón estímulo de los anfitriones, empezaba el codo bajo con los cantitos, el contagio por el resto de la popu se producía, y cuando veían que eran los únicos pajarones que se quedaban afuera, entonces arrancaban ellos también. Otros tiempos. Hoy, tomando las precauciones del caso, les recomendaríamos cambiar de 'dealer'.

Cualquier gol hacía temblar el obsoleto estadio de hierro y madera, que parecía se iba a derrumbar. Si había varias conquistas, uno se cagaba encima de miedo y se agarraba más fuerte al paraavalanchas. Recuerdo especialmente un partido contra el ex Racing de Avellaneda, obviamente con el Gasómetro lleno hasta lo imposible, en que el resultado cambió tres veces de mano, la última en el minuto noventa, y temí acabar entre las chapas de las instalaciones que estaban debajo de los tablones. Nunca comprendí cómo la vieja catedral resistió más de sesenta años, dos veces la vida útil de cualquier estadio de esas características. Ni por qué San Lorenzo no construyó otro, allí o en otro sitio, mucho antes de la catástrofe social y deportiva de principios de los ochenta.

Capítulo aparte merecían las de la platea de socias, una de ellas siempre con una camisa azulgrana que llevaba estampado o cosido el número seis u ocho. Damas ricas en hidratos de carbono que puteaban sistemáticamente a todos los rivales indeseables: "¡Morite, Bobington!"; "¡Si serás amargo, Alonso!" Etcetera. A veces, las agresiones de palabra del selecto público femenino, que años antes idolatrara a Doval y al Bambino, las ligaba alguno de los nuestros, por torpe o por calesitero, o porque sí nomás, y el tablón en pleno se sumaba al reproche. Kadijevich, Sconfianza o el Japonés Tojo figuraron, a principios de los setenta, entre los más insultados por el pequeño grupo de treinta mil o cuarenta mil inadaptados cuervos que se daban cita a tal efecto en el venerable recinto. También Figueroa, hasta que la empezó a embocar seguido (su mejor cliente fue River, en campeonatos locales y en la Libertadores), y Scotta, que recién zafó cuando dejó en paz a la estratosfera, y le entró a acertar al arco de Avenida La Plata, y -ya que estaba- al de Muñiz también.

Los veteranos del tablón, además, guardaban memoria de los fantasmas del pasado azulgrana, para apresurarse a repelerlos si volvían a tener la mala idea de reaparecer por nuestro lujoso coliseo. Así, el referido Gringo Scotta fue visto, hasta el Nacional de 1974, como un peligro para nuestra salud deportiva, pues traía el infausto recuerdo (decían mis mayores) de gente incapaz de tirar correctamente un centro, pecado del que acusaban a los extremos derechos Facundo y Carotti, delanteros y goleadores a quienes jamás vi jugar.

De niño y adolescente, época de la vida en que estamos más predispuestos a creer las mentiras de nuestro círculo de relaciones, nadie me avisó que esos cuatro campeonatos (dos de ellos invictos) en siete años, no eran algo normal para nosotros ni para nadie, como que yo era un sanlorencista afortunado, y a diferencia de mis antepasados, que debían conformarse con algún ocasional relumbrón santo, me había tocado la mejor etapa de la historia futbolística cuerva. Llegué justo a tiempo para ver cómo los nuestros empezaban a ganar campeonatos, y a hacerlo seguido, como los grandes 'caballos del comisario' de nuestro fútbol, que ni falta hace decir quiénes son.

No hay posibilidades de explicar lo que yo sentía, por sólo citar ejemplos, cuando Irusta salía del arco a descolgar un centro o el Gordo D'Alessandro alternaba atajadas espectaculares con tonterías increíbles como un 'carring' que le cobraron en cancha de Banfield, en el '72; cuando Ortiz, Veglio o Beltrán desparramaban rivales por las inmediaciones del área, cuando Telch robaba cada pelota que pasaba por el mediocampo. O cuando el Sapo Villar (mi ídolo) salía del fondo tirándole caños a los delanteros o se fabricaba foules haciéndose una zancadilla a sí mismo en una pelota dividida para cortar mañosamente una corrida del wing, y todos protestábamos indignados por la violentísima acción del ingenuo delantero de la visita. Lo mismo, si Glaría o Espósito operaban a su víctima de los meniscos sin cobrarle nada por el servicio, si García Ameijenda la metía de tiro libre, o Cacho Heredia la embocaba de penal. O en cada oportunidad que Cocco, el Gallego Rosl, Rezza o Piris ganaban de arriba y cabeceaban todos los centros en el área rival, cuando el Lobo Fischer araba la cancha. O aquellas ocasiones en que Pedro González, o el auténtico Ratón Ayala -con cabeza gacha- o el Gringo Scotta -con pecho inflado- se iban como locomotoras rumbo al gol. NADIE DESPUÉS JUGÓ COMO LO HACÍAN ESOS TIPOS. NUNCA. No importaba quiénes los dirigieran: siempre parecían jugar como correspondía a un cuervo, porque el hincha, que es demasiado torpe o cagón, o demasiado viejo, lo único que espera del futbolista, trátese de un especialista en lujos como Silas o un guerrero como Michelini, es que el tipo juegue por él. El lema es siempre el mismo, desde 1908: "Los Forzosos de Almagro desafían".

Siempre se juega por la camiseta. Siempre, en la óptica del hincha, se juega por el juego mismo, como cuando éramos pibes. Y se equivocan fiero los profesionales del asunto que, creyéndose vivos o pragmáticos, dan prioridad a los morlacos por sobre los logros deportivos: cuando sean muy pero muy viejitos, acaso el único consuelo que les quede no sea la extremaunción ni el recuerdo de sus seres queridos, sino el eco del lejano aplauso de la tribuna de algún club que quizás no les pagaba puntualmente el sueldo, del que acaso nunca fueron simpatizantes durante más de noventa minutos. Sé que algunos futbolistas y entrenadores "de importación" se descubrieron, sorprendidos, las franjas de colores "azul y rojo (grana)", según norma el artículo 2 de los Estatutos, cruzándoles el alma como si ellos también fueran oriundos de Treinta y Tres Orientales y México. Sé, también, que los que no pudieron volver tampoco pudieron borrarlas. Es que... les voy a contar un secreto: los que andan bien son siempre los mismos, desde que nació el club; se trata de un puñado de almas selectas que transmigran de un cuerpo a otro, de generación en generación. Y saben que San Lorenzo no se rinde.

Para finalizar, dos apuntes. El primero, una mención a los cinco mejores jugadores visitantes que vi pisar aquella cancha gloriosa: Mario Zanabria, de Newell's; Enzo Ferrero, de Boca Juniors (el delantero más espectacular que vi en mi vida); el maestro Ricardo Bochini, de Independiente; y dos grandes de la infame Sociedad de Fomento, Miguel Ángel Brindisi y el demente René Houseman. El segundo apunte es el siguiente poema, o lo que fuere, de Sergio Levinsky, escrito en Barcelona, en Enero de 1999...





C A S L A

Aquel círculo blanco a la altura del corazón
no era un garabato más,
ni una mancha que la fregona incansable
con los colores azulgrana en el alma
y en la convivencia diaria,
acaso desdentada y casi inmóvil, no pudo quitar.

No.

Aquellas letras cosidas seguramente a mano,
con horas de amor y abstracciones,
representaron una época gloriosa,
en la que defendíamos lo nuestro porque sí,
porque era nuestro
y jugábamos (jugaban) también por lo nuestro.

Por eso, muchas de esas desvencijadas camisas
con colores pintados en forma vertical
(u horizontal, ¡qué más da!),
aquellos botones cosidos por aquella viejita,
representaron momentos en los que
pintábamos el cielo gris desde los tablones de madera,
pero nuestros, con los colores de la imaginación,
"los nuestros".

Aquellos once, alambrado de por medio,
eran los nuestros, nos representaban y se jugaban
por lo que nosotros quisiéramos que se jugaran.

Y entonces fue "El Ciclón", y fueron "Los Matadores",
aquellos que vi de la mano de mi padre
preguntándole, inocente, qué significa
"el gol del honor", aquel con el que los pobres
se contentaban de hacer para no quedar zapateros.

El gol del honor....

Tiempos en que el honor existía
aunque más no fuera para no perder sin marcar.
¡No salir del campo sin marcar!
Era un deshonor hace ya tanto tiempo,
cuando el CASLA ocupaba el lugar del sentimiento,
la viejita lo cosía a la altura del corazón
y era lo único que obstruía
aquellos colores azulgranas.

Parece que hubiera pasado un siglo
y sólo son algunas décadas que van
plateando nuestras sienes
y nos van mostrando el paso del tiempo.

Hoy no hay Gasómetro, ni viejita,
ni camisa con botones,
nadie sabe qué es el gol del honor
y el CASLA dejó su lugar a publicidades
que pocos entienden,
menos aún los que gritaban los mismos
goles que los que los marcaban,
y padecían lo mismo que aquellos que los sufrían.

El CASLA era nada menos que el
Club Atlético San Lorenzo de Almagro.
Hoy aquel azulgrana puede ser bordeaux,
rojo o cualquier tonalidad de azul,
que las cámaras puedan tomar.

Y el CASLA, aquella ridícula inscripción,
dio lugar a la ultramoderna propaganda que también
pasará al olvido, cuando otra ponga más dinero.
Y cuando ya se cansen de ofertar, cuando quede
todo podrido y el último apague la luz,
la viejita volverá para cerrar bien la puerta
y en sus manos traerá una inscripción
para colocar en las desvencijadas y empobrecidas
camisetas clase-media de Boedo.

Colocará aquel CASLA con el que San Lorenzo creció
y se hizo de una identidad.
Acaso allí muchos se den cuenta del tiempo perdido.

jueves, mayo 03, 2007

Fragmento de pesadilla

Hace unas semanas, aprovechando unos días libres, anduve navegando portales de Internet muy diferentes de los que suelo frecuentar. Me hice un paseo por bitácoras de eminentes periodistas, escritores y catedráticos universitarios. Los leí, y dejé algunos respetuosos comentarios apostillando educadamente sus magistrales intervenciones.

Constaté durante esta aventura de curioso paseante que hay numerosos "intelectuales" argentinos de más de treinta y menos de sesenta que no se enteraron todavía de que la provocación surrealista y el 'happening' pasaron de moda hace mucho, ni de que matar gente en nombre de una idea política, no importa cuál, no es defender esa idea sino simplemente ejecutar el encuadre subjetivo dentro de alguno de los delitos comunes cuya acción tipificante consiste en matar gente, ni de que, si uno eligió ser miembro fundador del Partido Nazi alemán y se quedó adentro con uniforme de la Wehrmacht hasta 1945, o si fue especialista en infiltrar desde la recontraizquierda partidos de sonrosados y laboriosos burgueses apacibles para reventarlos haciendo que quedasen definitiva e irreconciliablemente peleados entre sí, luego no puede convertirse repentinamente en un vegetariano filósofo anarquista o un ascético anacoreta de la Tebaida, salvo demencia sobreviniente o fariseísmo congénito. Y que tener un familiar, amigo o vecino de esas características es cosa que debe preocuparnos. Y que si apelamos a lo mejor de tales individuos, como puede ser su buena redacción o su conocimiento en alguna materia, nunca hemos de perder de vista dónde estaban cuando la libertad y la paz los necesitaban en otra parte. Olvidar lo malo, decía el Gaucho Martín Fierro, también es tener memoria. También, ciertamente: también.

Y así, en ese universo paralelo surcado por algunos de nuestros más prestigiosos intelectuales (imagino lo que quedará entonces para el mundo de los más brutos de nuestra castigada tierra), aunque respetuosos comentaristas del montón tratemos de hacer volver la mirada de los 'intelectuales UBA' a las necesidades más evidentes del pensamiento crítico, como por ejemplo la prospección del jardín del filósofo supuestamente ácrata o los alrededores de la choza del tenido por impoluto anacoreta en busca del Panzerfaust o el puñal envenenado que intuimos estos simpáticos hombres de acción retirados de la lucha conservarán primorosamente escondidos y listos para su inmediato uso so pretexto de "mostrárselos a sus nietos", nada, viejo: igual continuarán nuestros sabios tercamente encapsulados, orgullosos de su genialidad y modernidad, muy despreciativos ellos de las actividades emanadas del modesto raciocinio y entusiasta eros del ciudadano o ciudadana común, que no responde a los tipos humanos ideales que han elaborado en sus estupendos gabinetes swiftianos sino a las necesidades concretas del día a día.

Bueno: había escrito un post -largo, por supuesto- sobre todo esto que vengo relatando, intitulado "Pelotudos sin fronteras". Una invitación a sumarse a una más entre tantas ONG internacionales. Iba a crear el blog apócrifo de "PSF" y a cursar, vía enlaces en comentarios, las pertinentes invitaciones a destacados astros y estrellas -y, por qué no, también nubes, cometas y satélites espías- del presente firmamento intelectual de la Nación. Si desistí, al cabo, fue porque sería una manera de hacerse como ellos: la ONG de marras, aunque no se haya tomado registro de su constitución en la Inspección General de Justicia o en algún Juzgado competente de provincias, está fundada de hecho. Por eso, porque hay más amargados y delirantes con diploma y fama que pensadores serios acercándose a "lo que pasa en la calle", hay más personas que se aburren de la vida a temprana edad.

Casi nadie trabaja en estos tiempos para enlazar la ingenuidad silvestre del niño o el adolescente con la cultura más elaborada de las sociedades donde les tocó nacer. Pensaba, mientras leía a esa gilada rutilante, en la suerte que hemos tenido los que nos formamos en hogares de gente un poco más ignorante, o suficientemente instruida pero sin más pretensión que la de estar de vez en cuando, como por casualidad, a la altura de las circunstancias. Artificios intelectuales, parece, eran los de antes. Frente a esta vacuidad sustancial de los pretendidamente cultos, uno hace memoria de un graffiti hallado años atrás en una estación de trenes del noroeste del Gran Buenos Aires: "Yo no corro ni te engaño: fumo porro y meto caño", advertía su autor. Debemos reconocer que, hoy por hoy, los chorros y cuantos la van de marginales suelen tener más inteligencia e imaginación. Acaso por tan desgraciada circunstancia sea que nuestra sociedad ha vuelto a ponerse violenta, mucho más que por las hambrunas, desidias e injusticias: el cerebro y la sensibilidad trabajando en el vacío, o en circunstancias no deseadas, son temibles. El sueño de la razón engendra monstruos, según Pancho Goya, como íbamos perorando en este añejo post.

En definitiva, he ratificado mi convicción de que uno es lector de ciertos blogs sí y de otros no, y que, así como hay quienes saben decir brevemente lo que a nosotros nos lleva párrafos faulknerianos, otras personas son capaces de escribir de manera constante e ilimitada hasta superar cualquier cantidad de texto concebible, sin que se les pueda descubrir sentido alguno, pero cansándonos: el infinito da vértigo, y una de sus manifestaciones puede ser una interminable sucesión de palabras. Según la versión coloquial del consejo del maléfico Georgie, "lo que no es para vos, no es para vos". Así que mejor guardarse de tan inconmensurables ingenios y disfrutar de nuestras lecturas internáuticas habituales, por ejemplo las que pueden verse sugeridas en el margen derecho de esta majestuosa bitácora, dejando a los miembros de mi imaginaria ONG impúdicamente de cara al sol, con calzoncillos nuevos y el culo al aire, en su pasmosa brillantez.

Prescindiré de enlazar las correspondientes URL: es pornográfica la exhibición de supuestamente respetables mentes criollas compartiendo bits con payasos de los más berretas, gente que dice tener 'la posta' para leer la realidad política o científica o filosófica, pero no sería capaz de inventar un argumento potable para un cuento verde o para conseguir, ardid mediante, un comodato definitivo ;-) de cosa mueble fungible susceptible de apreciación pecuniaria en caso de no tener para los fideos. El pensador del graffiti y los rufianes de sainete han estado gnoseológicamente más profundos en su brutalidad esencial que varios eruditos politólogos y sociólogos que he podido leer en esta Red de Redes.

No es casualidad que haya tantos seres humanos aburridos, indolentes y agresivos, supongo. Desistí de delirar y divertirme públicamente con "PSF" y su apócrifo blog a costa de esas destacadas personalidades. "Pero alguien, alguna vez, lo hará", como dicen unos sainetescos personajes setentistas del escritor menor Osvaldo Soriano en el final de una de sus novelas, mientras dejan flotando la promesa de inciertos apocalipsis y sombrías revoluciones.

Yo no creo en los psicópatas argentinos, pero que los hay, los hay. A montones. El deber de una persona con dos dedos de frente, hoy, en estos pagos, es ir por la vida muy pero muy preocupado con su destino, debiendo compartirlo con tantos sabios recientemente escapados del entorno de Jekyll, Mabuse y Viktor Frankenstein.

Saludo a ustedes con distinguida consideración.

miércoles, febrero 28, 2007

Selecciones literarias argentinas del Anti-Reader's Digest

Estamos padeciendo un cierto decaimiento de la calidad del lenguaje popular, que antes era picaresco y con oportunos toques de argot, pero de un tiempo a esta parte se aproxima de modo preocupante a los modos y sonidos del hampa y las personas con disfunciones intelectuales.

Pasar hambre, soportar tensiones cotidianas varias y vicisitudes hijas de la ineficacia de los regímenes políticos no es gratis pa' la salud, parece. Y leer o escuchar a determinados 'comunicadores sociales' (los otrora denominados simple y sanamente 'locutores' y 'periodistas') tampoco: bien decía hace muchos años el finado hombre de prensa cordobés Dante Panzeri, hincha de Estudiantes de La Plata y de Bochini, odiado en vida por sus mismos colegas que hoy lo santifican, que su profesión era, para bien o para mal, el primer preceptor del ciudadano en el camino de la vida. Se habla o se opina orientado por empresas de prensa gráfica, radio o televisión. Casi invariablemente, mal orientado.

Según dichos de otro pincharratas notorio, el escritor Ernesto Sábato, la de Académico (o, en su caso, la de crítico profesional) y la de Subcomisario son vocaciones que suelen nacer a la vez en la misma persona, que duda un tiempo acerca de cuál de ellas es la que debe seguir, y finalmente se decide por las dos, o algo así... quizás esto me lo esté inventando. Pero juraría que si buscamos en "El escritor y sus fantasmas" podremos leer algo parecido. Esta humorada del científico-novelista de Rojas alude a la pretensión de encauzar el pensamiento, el gusto y el consumo de la gente que comparte nuestros aglutinantes culturales dentro de algún sistema ideológico-político, pero no a través del sano proselitismo hijo del comercio de las ideas sino a partir de la admisión acrítica de la bondad de una ortodoxia (o, en su caso, una presunta heterodoxia) que se mide necesariamente por el largo, grosor y dureza del pene de su emisor como presunción iuris et de iure. La amenaza es, como en el "Estanciero", la tarjeta de "marche preso directamente". Salir de ese círculo dantesco de los réprobos termina siendo más difícil que sobornar al cabo de guardia. Con lo que Sábato acaba por tener razón ;-).

En la República meramente Argentina hay regiones culturales en las que se hablan castellanos radicalmente distintos, con vocabulario, sintaxis y tonada propias, y mezcla o coexistencia con otros idiomas. A la hora de escribir, lo hacemos combinando el lenguaje de nuestra región de origen con los demás en la medida en que nos han influido la lectura, la conversación, la convivencia con gente de otras zonas (tenemos buen elemento femenino en todas ellas, así que yo aprovecho las relaciones públicas para incrementar mi repertorio lingüístico). Perfectamente puede narrarse el mundo según las mentalidades argentinas, apelando al lenguaje de los diversos grados de la elaboración cultural de nuestra tierra. A veces, la influencia externa es benéfica, pero en no pocas ocasiones, una vez cuajado cierto estado de madurez del intelecto expresado en letras y palabras, establecidos ciertos códigos colectivos dentro de una comunidad, enrolarse en las maneras de otras sociedades humanas, hijas de una diferente historia, puede resultar incompatible con el establecimiento de una identidad entre unos emisores de discurso, escritores u oradores, que intentan comunicarse con otros receptores, lectores u oyentes. Esa situación mengua considerablemente la eficacia del lenguaje, por más que haya quienes se crean en el deber de aplaudir la extravagancia o la transgresión por sí mismas.

Los idiomas se crearon para comunicarse entre semejantes, no para negarse a compartir información con los inferiores, aunque seres superiores o que se creen tales nos tropecemos cada tanto, bajo la forma de periodistas, escritores y críticos (no hablemos ya de los boludos diplomados con y sin bitácora que pueden encontrarse por docenas aquí en Internet). La creencia en que la literatura y el arte en general son nada más que un juego, o principalmente un juego, se entrelaza con la grosería imperante hoy en lo cotidiano como degradación de la otrora espléndida cultura popular propia, hasta amalgamarse en un sinfin de vulgaridades en que coexisten lo peor que puede dar a sus semejantes el ser humano con la sobrevaluación de lo más flojo que han producido algunas eminencias de la cultura, a quienes personas facultadas por el azar histórico para servirse de medios masivos y masificantes de comunicación conocen apenas superficialmente y como íconos aptos para la propia exhibición ante el público. La repetición multitudinaria de una falsedad es, por efecto de la impresión que causan la cantidad y el adormecimiento del sentido crítico propio y ajeno, de una gran apariencia de veracidad. Pero sólo apariencia.

Ocultos en rincones de la biblioteca de uno cualquiera de los grandes autores criollos supersticiosos del eurocentrismo, por ejemplo don Julio Cortázar, cuya buena literatura solían estropear con su mala influencia, acechan escritores poco amantes de ir a los bifes: los Robe-Grillet, Queneau & Co. continúan, cada vez que acudimos a sus textos, masturbándose satisfechos en su cuarto de baño o jugando inofensivamente con las palabritas, en tanto que Sade y demás ordinarios de frenopático andan espiando tocadores femeninos y revolviendo letrinas y cementerios. Pero, en la misma estantería consultada de a ratos por ese lector que es también uno de nuestros escritores favoritos, los Camus, Malraux y otros, siguiendo a su manera la senda de Hugo, Baudelaire o Schwob, muestran cómo hacían la literatura francesa moderna, y los clásicos venerables del tiempo de los Luises, el Renacimiento y hasta Villon flotan sobre todos ellos como omnipresentes espectros. Para ambos bandos juegan Guillaume Apollinaire, y también el otro héroe de 1914, luego novelista insomne y proctólogo de nazis, más tarde 'vergüenza nacional', esto es, chivo expiatorio, Mr. Celine, y el tovarich Sartre. Si nos refiriéramos a otras literaturas extranjeras y su influjo en nuestros autores, descubriríamos un fenómeno parecido. Pero para tomar conciencia de ello deberíamos leer. A los nuestros y a los otros. Con nuestros ojos. Leer textos íntegros, no solapas. Formar la propia opinión, y no remitirnos a la que se nos impone.

El primer texto que acaso leerán, tomado de los anaqueles de la Gran Churrasquería Criolla "A los bifes", es fruto de la pluma finísima de un mendocino. Y parte de una novela defectuosamente resuelta: según mi personalísimo mal gusto, el autor pagó tributo en el desenlace de su atractiva narración a ciertas cuotas suyas de sadismo y amargura esencial. El segundo es un fragmento de un excelente cuentista hijo de un cantor de sinagoga, muerto allá por 1971 en la gloriosa Mar del Plata Atlantic City, asfixiado con gas, en un tipo de accidente que aun hoy, con lo caros que están el suministro de fluido, sea por cañería o por garrafa, y las pompas fúnebres, se lleva cada año a unos cuantos poco cuidadosos habitantes de la República y deja vivos pero intoxicados durante meses a otros muchos desaprensivos más afortunados.

Los copio porque, sin referencias alienígenas, tratan del tiempo, la distancia y la verdadera dimensión de seres, patrias y cosas. Y porque, me temo, sus autores están entre los muchos que hoy son poco tenidos en cuenta por nuestros intelectuales especializados, acostumbrados a zafar ante las nuevas generaciones con citas de segunda mano del maestro Borges o de Gombrowicz, señoras y señores sumamente descuidados de lo que pasó ayer o está ocurriendo ahora mismo en la calle donde viven, pero muy atentos a los eventos consuetudinarios que acaecen en la rúa, tales las novedades literarias ocurridas durante la última fiesta rave celebrada en el archipiélago hispanoalemán de las Islas Baleares (gran prosa la oratoria de discoteca de DJ Paco, el tan fumado animador musical, desde su cabina) o los campos de cultivo de opio inglés sitos en el Afganistán democrático liberado de los taliban (notable poesía en las letras de los cantos de trabajo de la mano de obra nativa, casi como el 'Go Down Moses': apuesto a que Martin Amis o Houllebecq de eso no se atreverían a escribir).

En estos tiempos de talleres literarios dados por amargos y chantas que pretenden desanimar en plan patotero a sus víctimas y disociar historia, ética y arte, bueno es repasar el ejemplo de la obra de señores como estos dos fallecidos ciudadanos argentinos que hoy el Anti-Reader's Digest ha seleccionado para solaz y confortación de Vuesas Mercedes. Uno, al fin y al cabo, es, antes que nada, lo que se ha propuesto que lo dejen ser. Como en el fútbol, lo cortés no quita lo valiente: ciencia y sudor, sutileza y huevos. Somos mayores de edad cuando aceptamos ser lo que queremos y podemos, y nos hacemos cargo, descartando el destino que nos imponen otros, diga lo que diga el artículo 126 del Código Civil con su pretensiosa acotación cronológica. Ahí me tienen a mí, con casi cuarenta y cuatro y todavía menor de edad...

Lo importante no es llegar, sino que muchos lo hagan. Que la mayor cantidad de cuantos se acerquen a un texto lo comprenda y haga propio en alguna medida, lo más aproximada posible a la utilizada por quien lo compuso y publicó. Si a veces, siquiera al redactar un correo electrónico, parecemos estar más cerca de esa meta - supuesto el caso que fuera necesaria - será porque antes existieron quienes no tuvieron dudas acerca de sacar fuerzas de donde aparentemente no las había para rehacer lo que descubrieron que estaba mal hecho y a su alcance mejorar. Y porque los leímos. Y, según parece, porque ni siquiera los dioses creadores, según la concepción argentina de la omnipotencia, estarían libres de su cotidiana u ocasional cuota de imprevisión o desánimo. Lean, lean:

"Me remontaba a la idea de un dios creador. Un espíritu que no hacía pie en nada, capaz de establecer las leyes del equilibrio, la gravedad y el movimiento. Pero su universo era una rotación de bolillas, mayores o menores, opacas o luminosas, en un espacio preciso, como recortado por el alcance de una mirada, en el cual el sonido resultaba inconcebible.
Entonces, por mis necesidades, del dios creador tomaba la figura de un hombre, que no podía ser verdaderamente un hombre, porque era un dios, ajeno y remoto. Un anciano de melena y barbas blancas, sentado en una roca, que contemplaba con cansancio el universo mudo.
Sus cabellos eran de siempre blancos. Había nacido anciano y no podía morir. Su soledad era atroz. Aciaga.
Como un dios no puede crear dioses, pensó crear al hombre, para que éste los creara.
Creó entonces la vida. Pero antes de crear al hombre, hizo las culebras, los gérmenes de la peste y las moscas, dio fuego a los volcanes y removió el agua de los mares. Precisaba extirpar el tormento y una cierta cólera que la soledad había puesto en su corazón.
Después realizó una obra de amor: el hombre, y lo rodeó de bienes.
Pero el dios fracasó, porque el hombre creó multitud de dioses que no miraban bien al primero y no sólo se repartieron el universo, sino que algunos de ellos impusieron hegemonías. El mayor fracaso del dios consistió en que podía ver al hombre, pero el hombre no podía verlo a él, no podía devolverle ninguna de sus miradas enternecidas de padre.
El dios quedó solo e irritado. Dejó que los frutos del bien se multiplicaran por sí mismos o por obra del hombre; más no eliminó los males y desde entonces, para manifestar su presencia, se complacía en agitarlos, ora aquí, ora allá. Otros dioses advenedizos le ayudaban..." [Antonio Di Benedetto: "Zama", segunda parte, Año 1794; Clarín, Biblioteca Argentina, Serie Clásicos - Cases i Asociats S.A., Barcelona - Buenos Aires, 2001; p.95]


"...Y entonces ahora se iba, por primera vez descubrió la exacta medida de su tierra, que no había visto nunca, más que como telón engañoso del pueblo y que ahora empezaba a aceptar. 'Es como si en el pueblo todo estuviera mal hecho', pensó, 'de raíz'. Pensó en Manuel que siempre hablaba de Sarmiento y de civilización y barbarie y decía que era el único hombre civilizado de la región, bárbara a su modo, en su inercia y en su muerte lenta. Luis pensaba que en el fondo Manuel deliraba como pasaba con todos los doctores del pueblo y del país que pretendían imponerse a la realidad de antemano, con fórmulas importadas, y que era bastante bárbaro y ciego pasarse el día leyendo en francés y tocando solamente Bach, allí donde el mismo Manuel decía que había cien mil cosas que necesitaban ser dichas y hechas y que esperaban ser arrancadas al silencio"..."...'Hay que hacerlo todo de nuevo', pensó. 'Pero no sé si tengo fuerzas para eso'..." [Germán Rozenmacher: "Raíces", largo cuento o novela corta inserto en "Cabecita negra"; "Cuentos completos", Centro Editor de América Latina, Narradores de hoy, Buenos Aires, 1971; p. 62-63]

viernes, febrero 23, 2007

Apuntes del natural

"Pensándolo después -en la calle, en un tren, cruzando campos- todo eso hubiera parecido absurdo, pero un teatro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicio eficaz y lujoso." [Julio Cortázar: "Instrucciones para John Howell", en 'Todos los fuegos el fuego'; Buenos Aires, Sudamericana, 1968, página 129.]


Ese característico piso de pino, de tablones largos, asentados sobre tirantillos, ocultando la cámara de aire de unos quince a treinta centímetros de altura. Suelo clásico de interiores en cualquier edificio urbano de fines del siglo XIX o principios del XX. El mismo de las habitaciones del viejo departamento de su abuela, construido hacia 1884 y fuera del patrimonio familiar desde una treintena de años. Bueno, lo de incluirlo en el patrimonio familiar es un acto muy generoso. Yo hablaría de 'historia familiar', que es más exacto, pero nuestro hombre postulaba que el ininterrumpido carácter de inquilinos, sostenido desde 1933 hasta 1974, debería considerarse integración del inmueble ajeno a la propia universalidad familiar de bienes, por constituir su uso y goce en algo más que meras prestaciones limitadas en el tiempo de su ejercicio contractual. Otro, decía, tercero reconocido por los habitantes del inmueble como titular de dominio, gozaba los cánones locativos, cuando se acordaba de pasar a cobrarlos. Ellos, los suyos, allí hicieron su historia, entre ladrillos y aberturas legalmente ajenos, bajo altos cielorrasos elevados hasta cinco metros sobre el nivel de los pisos interiores de pino armados sobre tirantillos, y pisos exteriores y de servicios sanitarios y de cocina que también tenían personalidad. Hasta parecían atrevidas obras de arte: baldosas floreadas, con guardas de grecas y de estilizados arabescos multicolores. La luz entraba a las habitaciones, en las primeras horas de las tardes del verano, en forma de nítidos rayos polvorientos, llegados oblicuamente desde los intersticios de las persianas hasta ese significativo suelo de pino, pasando antes a través de los vidrios de las antiguas puertas con pomos de bronce, como queriendo dar la razón a aquellos físicos de antaño, más artesanos que científicos, obstinados en sostener el carácter de 'masa de corpúsculos' de la acaso materia luminosa. Uno podía llegar a sospechar, pensaba nuestro personaje, una misteriosa alianza 'art noveau' entre escayolistas de gran clase, ingenieros y sociedades de amigos de las ciencias.


Para el tiempo en que sucedieron los hechos que aquí nos ocupan, el tipo ya no era aquel niño, y en consecuencia había dejado de ser tan minucioso perceptor de las pequeñas alteraciones del aire, de la luz y del sonido, pero aun así se sabía en su hábitat; podía ahora -cosa que sospechaba vedada a otros mortales- perderse en el suelo de esa su oficina céntrica, alquilada también, sita no en una planta baja del barrio sur sino en propiedad horizontal sobre la galería retratada, por alusiva a uno de los cuentos de la colección, en la contratapa de la primera edición de "Todos los fuegos el fuego", como símil de la galería parisiense de la cubierta roja y negra, donde el rojo hacía las veces de sucedáneo del sepia fotográfico. Le era dado navegar a placer las vetas de esos tablones de pino y, siguiéndolas como embutido en un indestructible kayak del tiempo, comparecer ante los duendes de su infancia. Cada tarde. En cada sorpresa de las volutas de la memoria, reencontraba un olor, una voz, un juguete, un sueño, una caricia. Con frecuencia, llamaban a la puerta o sonaba el timbre del teléfono y se suspendía la ceremonia de saberse siempre fiel a su historia y a su gente. Entonces, se acomodaba la corbata, el peinado a lo despeinado, sonreía ligeramente, y procedía a atender con profesionales cortesía y contracción al trabajo a la convocatoria de la realidad.


Era -así se sentía - nuevamente el dueño del tiempo, como en aquellos años agridulces. Y de cada problema no hacía sino salir más fuerte y menos agrio. No había para él cosa más similar al afamado torrente heraclitiano que esas humildes vetas de madera centenaria afirmadas sobre invisibles tirantillos asimismo seculares, cubriendo una cámara de aire de unos quince a treinta centímetros de altura, subterránea y silenciosa memoria del misterio de los pasos humanos. Las no menos decimonónicas figuras irregulares de los diminutos mosaicos del pasillo, desordenadamente alternados formando masas azules, celestes, ocres, verdes, grises, amarillas, blancas, eran, tras la puerta de la oficina, los musgos, árboles, raíces, terrones, de la ribera. Los focos pendientes de los altos cielorrasos de tiempos idos, otras tantas luciérnagas, que, cuando el sol matutino doraba los ambientes desde las ventanas, se tornaban en pájaros antiguos, fantásticos vigías. Sus días pasaban, más o menos iguales, rápidos y tumultuosos, con ingenua inercia, casi como días de infancia.


(Improvisación de locutorio, como
esta otra. Que su lectura les haya sido leve.)